20 de novembre del 2008

Sartre, "La nausea"

Hoy mi vida llega a su fin. Mañana habré dejado esta ciudad que se extiende a mis pies, donde viví tanto tiempo. Ya no serás más que un nombre, rechoncho, burgués, muy francés, un nombre en mi memoria, menos rico que los de Florencia o Bagdad. Llegará una época en que me pregunte: “Pero cuando estaba en Bouville, ¿qué podía hacer durante todo el día?” Y de este sol, de esta tarde, no quedará nada, ni siquiera un recuerdo.

Toda mi vida está detrás de mí. La veo entera, veo su forma, veo los lentos movimientos que me han traído hasta aquí. Hay pocas cosas que decir de ella: una partida perdida, eso es todo. Hace tres años que entré en Bouville, solemnemente. Había perdido la primera vuelta. Quise jugar la segunda y también perdí; perdí la partida. Al mismo tiempo, supe que siempre se pierde. Sólo los cochinos creen ganar. Ahora voy a hacer como Anny, me sobreviviré. Comer, dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como esos árboles, como un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía.

La Náusea me concede una corta tregua. Pero sé que volverá; es mi estado normal. Sólo que hoy mi cuerpo está demasiado agotado para soportarla. También los enfermos tienen afortunadas debilidades que les quitan, por algunas horas, la conciencia de su mal. Me aburro, eso es todo. De vez en cuando bostezo tan fuerte que las lágrimas me ruedan por las mejillas. Es un aburrimiento profundo, profundo, el corazón profundo de la existencia, la materia misma de que estoy hecho. No me descuido, por el contrario; esta mañana tomé un baño, me afeité. Sólo que cuando pienso en todos esos pequeños actos cuidadosos, no comprendo cómo pude ejecutarlos; son tan vanos. Sin duda el hábito los ejecuta por mí. Los hábitos no están muertos, continúan afanándose, tejiendo muy despacito, insidiosamente, sus tramas; me lavan, me secan, me visten, como nodrizas. ¿Habrán sido ellos, también, los que me trajeron a esta colina? Ya no recuerdo cómo vine. Por la escalera Dautry, sin duda; ¿pero subí realmente, uno por uno, sus ciento diez peldaños? Lo que quizá sea aún más difícil de imaginar, es que después voy a bajarlos. Sin embargo, lo sé; dentro de un rato me encontraré al pie del Coteau Vert; alzando la cabeza podré ver iluminarse a lo lejos las ventanas de estas casas que están tan cerca. A lo lejos. Sobre mi cabeza; y este instante, del que no puedo salir, que me encierra y me limita por todos lados, este instante del que estoy hecho, será un sueño borroso.

Miro, a mis pies, el centelleo gris de Bouville. Bajo el sol, es como montones de conchas, escamas, huesos astillados, casquijo. Perdidos entre esos restos, minúsculos resplandores de vidrio o de mica lanzan con intermitencias luces ligeras. Los arroyuelos, las zanjas, los delgados surcos que corren entre las conchas serán calles dentro de una hora; caminaré por esas calles, entre muros. Dentro de una hora seré uno de esos hombrecitos negros que distingo en la calle Boulibet.

Qué lejos de ellos me siento, desde lo alto de esta colina. Me parece que pertenecen a otra especie. Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo, miran las cosas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, “una hermosa ciudad burguesa”. No tienen miedo, se sienten en su casa. Nunca han visto otra cosa que el agua domeñada que sale por los grifos, la luz que surge de las bombitas cuando se hace presión en el interruptor, los árboles mestizos, bastardos, sostenidos con horquetas. Cien veces por día tienen la prueba de que todo se hace mecánicamente, que el mundo obedece a leyes fijas e inmutables. Los cuerpos abandonados en el vacío caen todos a la misma velocidad, el jardín público se cierra todos los días a las dieciséis en invierno, a las dieciocho en verano, el plomo se funde a 335°, el último tranvía sale del Ayuntamiento a las veintitrés y cinco. Son apacibles, un poco taciturnos, piensan en Mañana, es decir, simplemente, en un nuevo hoy; las ciudades sólo disponen de una sola jornada que se repite, muy parecida, todas las mañanas. Apenas la adornan un poco los domingos. Imbéciles. Me repugna pensar que volveré a ver sus caras gruesas y tranquilas. Legislan, escriben novelas populistas, se casan, cometen la extrema estupidez de tener hijos. Entre tanto, la gran naturaleza vaga se ha deslizado en la ciudad, se ha infiltrado en todas partes, en sus casas, en sus oficinas, en ellos mismos. No se mueve, permanece tranquila, y los hombres están bien metidos dentro, la respiran y no la ven, se imaginan que está afuera, a veinte leguas de la ciudad. Yo veo esa naturaleza, yo la veo... Sé que su sumisión es pereza, sé que no tiene leyes: lo que ellos toman por constancia... Sólo tiene hábitos y puede cambiarlos mañana.

20 d’octubre del 2008

Las gotas del pasado

Así es como, poco a poco, ese trayecto en tren que empezó siendo la materialización de una huida necesaria, de un desarrimo obligado del mundo de Lorena, se convirtió en una especie de memorial, de recuerdo perenne de todos esos días que pasé junto a ella. Quería pensar que sería capaz de olvidar, de renunciar a todo aquello que, hasta entonces, me enseñó el verdadero y hondo significado del concepto de felicidad. Ahora veía abalanzarse sobre mí la sombra del desarraigo, de la pérdida trivial de unos sueños que no tenían cabida en ese lugar desconocido hacia donde me dirigía.

Como siempre, la escritura me proporcionó el soporte en el qué ordenar esa madeja de sentimientos, ese mundo interior que afloraba en mí con demasiada intensidad. Es cierto, el simple hecho de volcar sobre el papel frases y frases, conexas o inconexas, ha sido siempre un parapeto que me ha evitado caer, más de una vez, en la locura o en el trágico pesimismo inducido por esos momentos de transición en la vida de una persona. Entiendo la escritura como el creyente entiende la oración, la entiendo como ese instrumento que me acerca a mí mismo, que es capaz de dar una forma concisa a todo aquello que me sucede.

Así pues decidí dejar de lado los recuerdos y, en esos últimos kilómetros del trayecto, me puse a escribir absorto con la intención de llegar cuanto antes a mi destino.

[Arnald]


15 d’octubre del 2008

Pequeño

Poco a poco el tren fue dejando atrás las inmensas llanuras secas, los enebros y las encinas que, ante todo, conformaban el paisaje cotidiano de mi tierra. De pequeños solíamos caminar campo a través en los meses de verano, en busca de esa encina centenaria que recoge en su tronco nombres de varias generaciones. Buscábamos el cobijo de su sombra y, entre juegos y meriendas, el paraje se convertía poco a poco en testimonio inquebrantable de una nueva generación. Quién sabe si allí dónde iba encontraría encinas como ésta, quién sabe si sus habitantes esconderían, con avaricia, ese paraje en dónde uno puede reencontrarse con su infancia.

Lentamente, parece que uno vaya alejándose de su niñez. Cómo cuando estos últimos años bajaba al parque y, por un momento, me plantaba estupefacto al borde del arenal dónde cinco o seis niños jugaban despreocupados. En ese breve lapso de tiempo parecía que un fondo abismo se abriera entre ellos y yo; quizás era sólo el síntoma de un sentimiento de lejanía abominable o, tal vez, el simple deseo de volver a patalear con ellos. Ahora, en ese tren, me ahogaba con tan sólo pensar que, al pisar el andén de la estación hacia donde me dirigía, no quedaría ni rastro de mi infancia o no habría forma de reencontrarme con ella, al haber dejado atrás todos esos arenales que un día me vieron patalear. Ahí sentado parecía que, esta vez, me estuviera alejando con demasiada rapidez.

Y en ese instante se me ocurrió que quizás era por esta razón que Andrés, el argentino chiflado, se embarcaba cada tres o cuatro años en un ferry dirección Buenos Aires, respondiendo a esa necesidad de reencuentro con el niño que todos llevamos dentro. Y Lorena, que me sacaba a pasear cada tarde por el viejo camino de los almendros, no olvidaba jamás pasar por delante de la escuela en dónde creció cuando emprendíamos el camino de vuelta a casa. Yo mismo me encontraba buscando, ahora, esa vieja encina centenaria, ese testimonio de mi infancia, con la intención de arrancarla con mis propias manos de la tierra en dónde estaba enraizada y llevármela conmigo.

[Arnald]

Caminos perdidos

Habían pasado ya varias horas desde que el último rallo de sol asomó por el ventanal que daba al patio, bien encarado hacía al oeste y flanqueado por dos olivos centenarios que mi abuelo se empeñó en conservar cuando decidió construir la masía. Un pequeño foco iluminaba la entrada y, más allá, se adivinaba la tenue luz de las farolas de la calle mayor, más bien escasas, repartidas cada diez o quince metros y en dónde apenas se agrupaban dos docenas de viviendas. Esto daba lugar a una media oscuridad en medio de la noche en la que cualquier blanco se volvía gris, y en dónde el negro jugaba a ser el mero reflejo del cielo en noches sin luna. Era suficiente, me bastaba y nadie en el pueblo echaba en falta más luz o más farolas o más gente; con cien, o doscientas personas, uno se las arregla, pero más allá viene el bullicio, los coches arriba y abajo, los niños llorando y una alfombra de colillas en las calles adoquinadas. Ya hace tiempo que me cansé de la ciudad, del hastío frenético de su alquitrán recalentado por el sol y el caucho de los neumáticos, de la abrupta verticalidad de su horizonte que dejó de serlo. Un entresijo de calles y edificios envueltos todos de un halo negruzco de inconsistencias, empapado de carteles publicitarios, parkings subterráneos y centros comerciales que hacen todavía más irrespirable este revoltijo de civilización, esta madeja de caminos apresurados con destinos poco precisos.

[Arnald]



6 d’octubre del 2008

La meva illa

Ara que tot just arribo a formular
els interrogants vitals del meu camí,
començo a perdre’m vertiginosament,
com tothom, amb més o menys deler,
dins la recerca incansable del rumb difós
vers la meva Itaca particular.

[Arnald]

Ecosistemes

Dintre teu,

com el brogit dels estels incandescents
al cel rogenc dels vespres de maig,
neix un solemne crit de negació rotunda,
de discretíssim rebuig vers el betum urbà,

cau d’ignomínies i cares de lluç.

I encara llences amb extremada destresa
els còdols del raseret que corre vora el riu,
dibuixant cercles concèntrics al petit estanc
que semblen fugir de l’impacte fugaç,
del repicar perfecte del basalt
abans de submergir-se definitivament
entre capgrossos i líquens.

Dintre teu,

s’arronsa la necessitat de desfer-te,
irrevocablement i sense dilació possible,
de totes les estridències visibles i audibles,
del vertigen vertical del formigó armat
que sembla regalimar ingents gotes de suor
sota el reflex incandescent del sol de juliol.

Dintre teu,

no hi ha cabuda per un món tan perniciós,
que rega el cel amb singlots de fum,
estigma omnipresent de progrés i benestar,
impregnant, poc a poc, qualsevol racó
i sotmetent, al seu magnificent antull,
les línies de la vida de qualsevol ésser viu,

condemnats, ara ja tots,
a sobredosi creixent de civilització.

Dintre teu, dintre meu,
esperem encara poder descobrir
una fina veta de consciència
que ofegui aquesta allau
d’inconsistències, abans no perdem
l’esma i oblidem,
fins i tot, la remor dels rierols.

[Arnald]

5 d’octubre del 2008

Retalls quotidians d’un futur incert

Terreny urbanitzable
(Abans li deien Costa Brava)
Diuen que s’han trobat platges
submergides en ombres al juliol,
on un constructor poc previsor
aixecà gratacels per a turistes
sense parar-se a pensar
que calia, si més no,
una fina escletxa blava a l’horitzó.

[Arnald]

Descoberta fascinant
(El verd perdut)
Ahir al vespre l’avi es tornà boig,
quan anunciaren en roda de premsa
i amb els ulls com dues taronges
la troballa d’una rosella verge
a l’àrea metropolitana de Barcelona.

[Arnald]

30 de setembre del 2008

Hoy, ayer y mañana

Y así, de repente, me encontré a mi mismo buscando algo que creí olvidado de hace tiempo, atónito, miraba a ambos lados persiguiendo una respuesta que no llegué a vislumbrar. Mi cuerpo, mi alma, sentían esa irrefrenable necesidad de descubrir, poco a poco, cada uno de los secretos que guardaba adentro suyo. No bastaba el encuentro casual o la estancia superficial, me alegraba escudriñar en sus ojos y ver más que un simple reflejo de los míos; sentirla sin ni siquiera rozarla y ver que no erraba, cuando lanzaba un suspiro fulgurante y su mirada se encendía como un diamante bien tallado, con vértices demasiado agudos.

Nunca dejará de sorprenderme esta asombrosa facilidad con la que el cambio constante asedia mi mente y desborda mi futuro, ayer era yo y nadie más, hoy eres tú, principalmente tú. Y en estos momentos me veo de la mano de Cortázar, cuál Horacio persiguiendo a la Maga entre la neblina que cubre las calles de París. Me lanzo a redescubrir las noches que pasamos e intuyo el deseo de un retorno necesario, de una aventura ya empezada que toma clandestinamente otra dimensión. Esta reencontrada necesidad ¡como la echaba de menos! Por sí misma sobrepasa los límites de mi propio egoísmo para adentrarse en tu pensamiento y conseguir dibujar en tus labios un esbozo de sonrisa, un beso de felicidad…

[Arnald]


28 de setembre del 2008

Siempre algo nuevo

A penas terminas y empiezas de nuevo. El clamor vital de los días, la sucesión inevitable, terminar y empezar sin parar, sin a penas nada entre medio. Ahora, inunda las calles el olor a asfalto sobrecalentado, a agua clorada y hormonas juguetonas. El sol inunda el día de claros y la piel de oscuros, las playas de toallas y las montañas de verdes. Y a todo esto es momento de dormir tendido en la hierba, quizás abrazado a un cuerpo desnudo, o bien, envuelto en un manto de estrellas que aprovechan este paréntesis nocturno, ésta nostalgia inevitablemente oscura, para mostrar su desnudez extrema.

Contienes la respiración, atrapas un segundo en una imagen volátil, el sol en el horizonte planta destellos anaranjados en un cielo extrañamente despejado; todo parece estar puesto y dispuesto para que tu lo observes, te encantes y sientas el vacío más absoluto de tu existencia, temporal, excesivamente breve ante la belleza de un ocaso estival. Un punto difuminado en el infinito, una pieza minúscula en el puzzle cósmico, un grano de arena perdido, sin más, en la inmensidad oceánica.

Piensas y, sin querer, fabricas un mundo; miras extrañadamente a un vagabundo que conoce el secreto de la felicidad de la nada, bajo una mirada esquiva, te observa inmutable, por momentos parece que ni siquiera respire. Escapas rápidamente. Sabes que no podrías responder ni siquiera una de sus preguntas. Y silbas la última melodía que escuchaste ayer noche, quizás un jazz, quizás un acordeón acompañado de un saxo y algo de percusión. Vacías la mente. Descartas la idea de dar continuidad a lo que necesitas o, vete a saber porqué, a lo que rehuyes descaradamente aún sabiendo que lo deseas.

Sientes un escalofrío mudo en una mirada incisiva, brutal. Lees las palabras escritas en una boca cerrada, entreabres los ojos y decides acercarte, con disimulo y descaro. Ya lo sabes, conoces muy bien el destino, sobran los minutos. Una mirada abre un mundo, o lo cierra. Descubrir cada vez algo conocido que, sin embargo, oculta una diferencia entrañablemente bella, un intercambio distinto, un nuevo perfume. I el silencio borra las huellas o, quizás, bien al contrario, agita sin temor el recuerdo de unos ojos enturbiados de alcohol y una sonrisa naciente al fin de una noche, jamás renuncias a volver a ver la luna ponerse tras la montaña, desde la cala o desde la ventana.

Y a la mañana siguiente despiertas, empiezas de nuevo: sucesión inevitable.

Irse, buscando algo que quizás es nada o, tal vez, todo. Atropellar el aleteo monótono de una mariposa, detener las alas, descansar y volar más alto. Sonreír y alejarte de aquello que creías inevitablemente cíclico. Recordar u olvidar, selección básica, subconsciente, ¿que más da? El presente rehuye al pasado, la felicidad también, siempre algo nuevo que te mantenga despierto. Sonríes y buscas cuánto esté a tu alcance para ello.

[Arnald]


20 de setembre del 2008

La torre

Miras con recelo todo aquello que salga a tu encuentro; no vaya a ser que, por una de esas cuestiones que uno atribuye normalmente al azar, tropieces con el pasado, con algún recuerdo que creíste olvidado o arrinconado, y la lágrima asalte con desquicio al párpado y la mejilla.

Comprendes, poco a poco, que la vida esta hecha de instantes minúsculos amontonados uno encima de otro, una torre que crece sin remedio a base de adoquines grabados con versos, voces e imágenes. Y no puedes prescindir de ninguno ellos, indisociablemente unidos, te pertenecen y de ti depende saber ordenarlos y guardarlos donde convenga; pero no abocarlos, olvidar es renunciar a ellos y a su vez, abrir una profunda brecha en el sino de tu tiempo y de tu vida. Me fascina hacer congeniar todas las inconsistencias que me preceden, a veces basta con un poco de astucia, otras requieren humor y tiempo, pero al final todo encaja y, aunque sinuosa y discontinua, la torre acierta a aguantarse.

Y todo esto para que al final, un día cualquiera, salgas a mi encuentro y todo vuelva a desmoronarse por el mismo punto. Ese punto que esconde tu imagen, esa extraña latencia casi pueril que me enciende de deseo y nostalgia. Imprevisible, me acecha cada vez que bordeo la esquina de cualquier calle para ir ves a saber dónde, avanzando con dificultad cuando la tarde cae en noche y no queda más, del largo día, que el cansancio y el aleteo impaciente que me impulsa a abandonar los horarios.

I así se dibuja el horizonte, eternamente, reconstruyendo el tiempo y el espacio que resbalan entre esos momentos de ósmosis ambiental, que despiertan a uno y lo lanzan con precisión a brazos de cualquiera, entre vino, sonrisas y algunas confesiones desconcertantes.

[Arnald]

4 de setembre del 2008

El trayecto

Recuerdo otra vez la profunda huella de tus ojos
esta tarde oscura y fría,
la honda quietud del paisaje partiéndose en dos
bajo el tintineo del tren sobre la vía.
No has dicho nada,
a penas una sonrisa leve y confusa,
una mueca de dolor difusa y quebrada
por la certidumbre y el desconcierto
de esa infancia que resbala fugazmente
y se te va escapando sin remedio.
Jamás esperaste tal colofón,
jamás creíste que ese trozo de papel impreso
fuera a llevarme tan lejos,
y sin más, en ese andén, llegaste a odiarme
por partir y dejar atrás el columpio,
y todos aquellos escondites nocturnos
que nos vieron crecer juntos.

[Arnald]

24 d’agost del 2008

Dónde todo empieza

Incluso ahora, recordándote, no olvido el momento en el que te encontré, como por casualidad, encendido por una especie de llama divina más allá del tiempo y de cualquier límite. Quizás fue tu sonrisa, quizás fue el destino furtivo que me empujó a buscar tus labios, a intentar encontrar bien adentro esa sensación de bienestar que, poco a poco, uno cree cada vez más inexistente. Solos, tú y yo, eso era más bien una coincidencia que no se da más que tres veces en la vida, una jugada temerosa, una caja de Pandora. Y la abrí, y sin remedio me decidí a llevarlo todo más allá de lo que cualquiera hubiera apostado por mí. Y todo, absolutamente todo, se colapsa cuando escucho tu voz temblorosa, cuando la ilusión se quema y no deja más que humo y recuerdos de noches interminables, sí, noches que perdían su significado a tu lado, noches que encerraban en sus entrañas tus ojos y tus deseos más íntimos, junto a dos copas de vino..

Jamás se sabe el camino a elegir, siempre se puede uno equivocar y volver a empezar, nuevamente, con menos fuerza que ayer pero con más ilusión, para que al final todo se parta en mil añicos y el presente se vuelva oscuro, podríamos decir triste o más bien irrisorio. Y de todo esto no va a quedar nada, ya se sabe, a penas unos recuerdos que, con el tiempo, más bien van a acabar desechados en un mar de olvidos, completamente vacío.

Todo, nada, es tan relativo. De un día para otro las cosas van así y, entonces, te preguntas si cabe esperar algo más para el mañana, algo que te mantenga despierto y se aparte del río vital de este mundo superfluo. Y con esto no sentencio nada, superfluo pero no banal, no descarto la posibilidad de reconducirlo, no descarto el placer de volver a ilusionarme por algo, vete a saber dónde, ni yo mismo lo sé. Eso sí, puedo estar ciego pero no sordo, puedo pensar y a la vez dejar de sentir, borracho pero no enfermo, silencioso pero no vacío. Y tú, ahora, eres el abismo desconocido, la más misteriosa de todas mis sombras.

Y, cuando una noche cualquiera, te aparezca mi cara olvidada, relegada a tu subconsciente más hondo, sabrás que quizás hubo un día en el que yo te quise, un día en el que la distancia y la impaciencia carcomió ésta vana ilusión, ésta incierta realidad. Que más da, todo es un ir y venir, un castillo de naipes inmenso, bello, frágil. Una desigualdad abismal que impregna todo aquello que nos rodea, a favor o en contra….

No, no descarto quererte otro día.

[Arnald]

20 d’abril del 2008

Cortázar, "La vuelta al día..."


"Esa difícil costumbre de que esté muerto. Como Bird, como Bud, he didn't stand the ghost of a chance, pero antes de morir dijo su nombre más oscuro, sostuvo largamente el filo de un discurso secreto, húmedo de ese pudor que tiembla en las estelas griegas donde un muchacho pensativo mira hacia la blanca noche del mármol. Allí la música de Clifford ciñe algo que escapa casi siempre en el jazz, que escapa casi siempre en lo que escribimos o pintamos o queremos. De pronto hacia la mitad se siente que esa tormpeta que busca con un tanteo infalible la única manera de rebasar el límite, es menos soliloquio que contacto. Descripción de una dicha efímera y difícil, de un arrimo precario: antes y después, la normalidad. Cuando quiero saber lo que vive el shamán en lo más alto del árbol de pasaje, cara a cara con la noche fuera del tiempo, escucho una vez más el testamento de Clifford Brown como un aletazo que desgarra lo continuo, que inventa una isla de absoluto en el desorden. Y después de nuevo la costumbre, donde él y tantos más estamos muertos."